La factura del teléfono y el estado de cuenta de la tarjeta de crédito llegan el mismo día en que se descompone el auto en la carretera y se acaba la comida del perro. El balance de mi cuenta bancaria ha alcanzado niveles bajos récord, y yo me pregunto cómo voy a encontrar el dinero para pagar todo. Tiro la correspondencia sobre el mostrador y hago pucheros mientras doy vueltas por la cocina, enojada con Dios por no cuidarme ni proveer para mis necesidades.
Unas cuantas horas después, me reúno con una amiga para tomar un café que no puedo pagar en la cafetería de la esquina. Hablamos trivialidades durante unos minutos hasta que ella me dice que tiene cáncer. Lloramos juntas y, al poco rato, nos despedimos sin orar juntas. Vuelvo a casa y le pregunto a Dios enojada por qué hace sufrir a mi querida amiga. ¿Cómo es que no pudo cuidar de ella? Me preocupo por lo que hará y por cuánto tiempo vivirá.
Voy a la iglesia el domingo por pura costumbre, todavía muy enojada y con una actitud amargada. El mensaje es sobre esperanza y la seguridad de que el Padre celestial sabe lo que necesitamos y escucha nuestras oraciones. Él recuerda a los pajarillos y los alimenta, y éstos no tienen necesidad de molestarse recogiendo ni guardando alimentos para el invierno porque Dios provee para ellos. Y así, puede proveer para nosotros. Confieso mi pecado de amargura. Cuando me voy, me siento renovada y perdonada.