El viaje se hacía interminable. No veía la hora de llegar a casa. Luego de tantos días fuera, volver al hogar y ver a la familia se convertía en el pensamiento más hermoso que la acompañó hora tras hora. Tantos proyectos, tantos abrazos por dar y recibir.
Al llegar, la felicidad no tenía fin. Hasta habían puesto carteles de bienvenida. Tanto por contar, tanto por reir... Estaban todos esperándola. Sólo faltaba él, se habría demorado por el tránsito.
Atendió aquella llamada casi sin pensar, y con una sonrisa en los labios. En pocos instantes, su rostro cambió. El accidente había sido grave. Lo que era una fiesta, se había convertido en una tragedia. Los planes se esfumaron en un instante, y en lugar de proyectos, ahora había problemas.
¿Existirá algún ser humano que no tenga problemas?
Creo que no. Como si fuera el caudal de un río, nuestra vida no siempre tiene las aguas calmadas. A veces hay crecidas, otras, fuertes corrientes que arrastran piedras que golpean nuestra existencia. Cuando estamos en esta situación, solemos pensar que nadie nos entiende, que nos pasa lo peor y que Dios se ha olvidado de nosotros.
Cuando arrecia la dificultad, no importa entender. Lo mejor es dejar todo en las manos de Jesús. Seguramente tendremos que tomar decisiones, o esperar con paciencia, u ocuparnos de cosas que son nuevas para nosotros. Por eso necesitamos más que nunca depender del Señor, confiar en el Señor y pedirle Su ayuda constantemente.
He pasado varias situaciones difíciles en mi vida. En todas y cada una de ellas, Dios estuvo conmigo. Y puedo asegurar que cuando la prueba pasa, uno queda con un aprendizaje espiritual privilegiado, ejercitado para ayudar a otros que están pasando por situaciones similares. Dice la Biblia: