Si alguien diera consejos sobre cómo cambiar a un marido, seguramente se formaría una cola de esposas. Bueno, pues Pedro nos dio un consejo inspirado por el Espíritu Santo sobre la mejor manera en que una esposa puede influir en su marido y cambiarlo. El único motivo por el que no se prueba y se practica más es que no es el consejo que muchas mujeres quieren oír.
Esto se debe a que 1 Pedro 3 se centra en el llamado a una esposa para que se convierta en una mujer que complace a Dios, y por medio de la cual Él puede cambiar a su esposo. Esto no quiere decir que los maridos tengan una vida muy cómoda, porque Dios también les reserva algunos desafíos importantes. Pero aquí el énfasis recae sobre el carácter de la esposa.¿Recuerda ese consejo que oímos tantas veces cuando éramos solteros y buscábamos pareja? A menudo nos decían que es más importante ser la persona correcta que encontrar a la persona idónea.
Ése era un consejo estupendo cuando estábamos solteros, y sigue siéndolo ahora. Una de las razones es que resulta muy difícil cambiar a otra persona. Por lo tanto, si usted llega al matrimonio pensando que va a cambiar a su cónyuge a base de «latigazos», vaya preparándose para muchos años de frustración.
Me parece escuchar a una esposa que ya ha padecido mucho decir: «¡Amén! Llevo años intentando cambiar a mi esposo, y no me ha funcionado nada». Por eso Dios dice: «Si me permites trabajar en ti, también me encargaré de tu esposo».
Es cierto que una mujer que evidencia un espíritu piadoso, afable, es preciosa a los ojos de Dios. Pero Él también la hará hermosa a los ojos de su marido. Cuando Dios se pone a trabajar en el espíritu interno de una esposa con su maletín de maquillaje divino, puede volverla tan fascinante y atractiva para su marido que éste deje de pensar en ella como solía hacerlo antes, y para que no la vea como solía verla.
Esto no es una garantía absoluta de que el marido de toda mujer piadosa será salvo, o que encarrilará su vida cristiana y empezará a asumir el liderazgo espiritual en su hogar. Puede tardar años, o en algunos casos es posible que el marido nunca entienda la situación. Pero la conducta piadosa de las esposas sigue teniendo un valor asombroso para Dios.
No hay soluciones automáticas, pero la fórmula que encontramos al leer 1 Pedro 3 (la transformación interna de la esposa a manos de Dios) ha sido una de las más eficaces que he visto para el cambio en matrimonios. Y lo mágico de este tipo de belleza es que no se desvanece ni se marchita con el tiempo, como la belleza física, de modo que haya que ocultar su gloria decreciente tras lociones, cremas y capas de cosméticos. De hecho, la verdadera belleza interior se vuelve más atractiva con el paso de los años.
Señoras, seguramente su belleza externa jugó un papel en la conquista de su esposo, porque los hombres reaccionan ante lo que ven. Pero lo que le cambiará será la belleza interna que posea usted. Me dirá: «Pero es que mi marido no aprecia la belleza interior». No tiene por qué. Su ornamento espiritual es precioso para Dios, y cuando Dios lo vea hará lo que usted no puede hacer, y obrará en las áreas a las que usted no llega. Se pondrá a obrar en su marido.
Ahora bien, si tiene la sensación de que solo es usted la persona que tiene que conformarse a la gloria de Cristo, permítame concederle un modelo y un ejemplo a seguir, que espero que le anime.
Para ello debemos retroceder a la primera frase de 1 Pedro 3, donde leemos: «Asimismo, vosotras, mujeres, estad sujetas…» Lo he guardado hasta ahora porque este pasaje está repleto de verdades espirituales que pueden transformar su vida. Esta frase nos hace preguntar: «asimismo» (de la misma manera), ¿qué? Bueno, pues en este caso es una referencia al ejemplo de Jesucristo:
«Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 P. 2:21-24a).