Las ovejas no son inteligentes. Tienden a vagar por los riachuelos en busca de agua, pero su lana crece y las hace pesadas y se ahogan. Necesitan de un pastor que las guíe hacia “aguas de reposo” (Salmo 23:2).
Tampoco tienen defensas naturales: ni garras, ni cuernos ni colmillos. Están indefensas. Las ovejas necesitan un pastor con “su vara y su cayado” (Salmo 23:4) que las proteja.
No tienen sentido de dirección. Necesitan a alguien que las guíe “por sendas de justicia” (Salmo 23:3).
Lo mismo que nosotros. También tendemos a dejarnos arrastrar por aguas que debimos haber evitado. ¿Acaso tú mismo no has cruzado el desierto en algún momento de tu vida y te has sentido abatido, agobiado, triste y solo? ¿Sientes que en cuanto más te acercas a Dios, el enemigo más te acecha y busca robarte, matarte, destruirte?. No tenemos defensas contra el león rugiente que ronda buscando a quien devorar. Nosotros, también, nos extraviamos.