Jesús dijo: «Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán» (Marcos 16.17, 18).
Juan registra que la promesa de continuar el ministerio de los milagros a través de los discípulos les fue dada la noche en que Jesús fue traicionado: «De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre» (Juan 14.12).
En ambos casos la continuidad de los milagros se basa en la condición de la fe. En algunos sectores de la iglesia se enseña que los milagros cesaron en algún momento del siglo primero. Se enseña que los milagros ya no eran necesarios al morir el último de los apóstoles originales y al concluirse el canon. Sin embargo, esto no aparece en ningún lugar de las Escrituras. La Biblia enseña que la presencia o la ausencia de fe marca la tónica para las posibilidades relativas de los milagros.
Los milagros han sido parte integral de cada era de la revelación de Dios a su pueblo. En todas partes las Escrituras sirven de guardianes de la historia; por ejemplo, los antiguos reinos de Judá e Israel, los reinados de los profetas y de los jueces, el período del exilio, y el regreso de Israel para reconstruir las paredes y el templo de Jerusalén; todas están entrelazadas con algunas expresiones de lo milagroso.