En el reino de los cielos sus ciudadanos están asombrados. Considere el caso de Sarai. Está en sus años dorados, y Dios le promete un hijo. Ella se emociona. Visita la tienda de ropa de maternidad y compra algunos vestidos. Planifica el baby shower y remodela su tienda… pero el hijo no llega. Se come algunos pasteles de cumpleaños y apaga muchas velas… el hijo aún no llega. Acaba una década de calendarios de pared… y el hijo todavía no llega.
Así que Sarai decide tomar el asunto en sus manos. («Quizás Dios necesita que me ocupe de esta cuestión».) Convence a Abram de que el tiempo se está acabando. («Reconócelo, Ab, tampoco tú te has vuelto más joven».) Le ordena a su sierva, Agar, entrar a la tienda de Abram para ver si necesita algo. («¡Y quiero decir «lo que sea»!) Al entrar Agar es una sierva. Al salir es una madre. Y ahí se inician los problemas.
Agar la trata con desprecio. Sarai está celosa. Abran está mareado a causa del dilema. Y Dios llama al bebé un «asno montés», un nombre adecuado para uno que ha nacido de la obstinación y cuyo destino es entrar a la historia dando coces. No es la familia acogedora que había esperado Sarai. Y no es un tema que traten con frecuencia Abram y Sarai mientras cenan. Se ríen de la locura del asunto.
Abram le echa un vistazo a Sarai… desdentada y roncando en su mecedora, cabeza echada hacia atrás y boca abierta de par en par, tan fructífera como una ciruela pasa descarozada e igual de arrugada. Y estalla de risa. Intenta contenerla, pero no puede. Siempre ha disfrutado de los buenos chistes.
A Sarai la idea le resulta igualmente graciosa. Cuando escucha la noticia, se le escapa una risita antes de poder contenerla. Murmura algo acerca de que a su esposo le hace falta mucho más de lo que tiene y después vuelve a reírse. Se ríen porque es lo que uno hace cuando alguien dice que puede hacer lo imposible. Se ríen un poco de Dios y bastante con Dios, porque Dios también se está riendo. Entonces, con la sonrisa aún en su rostro, se dedica a hacer lo que mejor hace: lo increíble.