La celda fría y oscura de la cárcel estaba llena de cristianos que estaban decididos a llevar la luz de Jesús a las tinieblas. Uno de esos prisioneros era un creyente judío llamado Milán Haimovici.
Un día, Milán comenzó una discusión con otro compañero de celda que era un gran científico, pero era un ateo. Milán no estaba en el mismo nivel intelectual ni cultural que este profesor, pero le habló de Jesús. El profesor lo menospreció.
-Usted es un gran mentiroso. Jesús vivió hace dos mil años ¿Cómo puede decir que camina y habla con él?
-Es cierto que murió hace dos mil años –respondió Milán -, pero también resucitó y vive aun ahora.
Entonces el profesor retó a Milán: -Bueno, me dice que habla con usted, ¿Cuál es la expresión en su rostro?
-Algunas veces me sonríe –contesto Milán.
-Eso es una mentira –se rió el profesor-. Muéstreme cómo sonríe.
Milán accedió con gusto. Estaba rapado y era solo piel y huesos, con grandes círculos oscuros alrededor de los ojos. Le faltaban dientes y tenia puesto un uniforme de prisionero, pero apareció una sonrisa muy bella en sus labios. Su sucio rostro resplandeció. Había mucha paz, contentamiento y gozo en su rostro. El profesor ateo inclinó su cabeza y reconoció: -Señor, usted ha visto a Jesús.
Una sonrisa es una natural expresión humana de confianza, paz y contentamiento. Una sonrisa durante el dolor y el sufrimiento, e incluso la agonía da evidencia sobrenatural de Dios.
Si Jesucristo, el mismo Hijo de Dios, en verdad vive en nuestros corazones, ¡algunos de nosotros necesitamos informarles a nuestros rostros las buenas nuevas!