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"Un hombre tenía dos hijos —continuó Jesús—. El menor de ellos le dijo a su padre: “Papá, dame lo que me toca de la herencia.” Así que el padre repartió sus bienes entre los dos. Poco después el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó su herencia. »Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez en la región, y él comenzó a pasar necesidad. Así que fue y consiguió empleo con un ciudadano de aquel país, quien lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tanta hambre tenía que hubiera querido llenarse el estómago con la comida que daban a los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. Por fin recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Tengo que volver a mi padre y decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros.” Así que emprendió el viaje y se fue a su padre.
»Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: “Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu hijo.” Pero el padre ordenó a sus siervos: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero más gordo y mátenlo para celebrar un banquete. Porque este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado.” Así que empezaron a hacer fiesta." Lucas 15.11-24
Esta historia ya la conocemos. Un joven tomó la porción de la herencia que le dio su padre, y la derrochó viviendo descontroladamente. Terminó sin dinero, con su salud y espíritu arruinados; y en su momento más bajo, él decidió volver a su padre. Las escrituras nos dicen, “Entonces se levantó y fue a su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió y se echó sobre su cuello y lo besó” (Lucas 15:20).
Nada impidió el perdón del padre hacia su hijo. Él no tenía que hacer nada – ni siquiera confesar sus pecados – por que el padre ya había hecho provisión para la reconciliación. La verdad es que todo ocurrió por iniciativa del padre; él corrió hacia su hijo y lo abrazó tan pronto lo vio venir por el camino. El perdón nunca es un problema para un padre que ama. De igual manera, nuestros errores nunca son un problema con nuestro Padre celestial. Cuando él ve uno de sus hijos arrepentido, su amor borra multitud de pecados.
El perdón no es el tema en esta parábola. De hecho, Jesús deja en claro que no era suficiente para éste pródigo ser sólo perdonado. El padre no abrazó a su hijo sólo para perdonarlo y dejarlo que siga su camino. No, ese padre anhelaba mucho más que tan solo la restauración de su hijo. El quería la compañía de su hijo, su presencia, su comunión.
Aunque el hijo pródigo fue perdonado y favorecido una vez más, él todavía no se había acomodado en la casa del padre. Sólo después de hacerlo estaría satisfecho el padre, su gozo se realizaría una vez que su hijo fuese traído a su compañía. Ese es el tema en ésta parábola.
Aquí la historia se vuelve muy interesante. El hijo claramente no estaba tranquilo con el perdón del padre. Por eso él titubeó a entrar a la casa del padre. El dijo en esencia, “Si supieras lo que he hecho, todas las cosas malas y sucias. He pecado contra Dios y contra tu amor y tu gracia. Ya no merezco tu amor. Tienes todo derecho a echarme.”
Pero el padre no dice ninguna palabra de reproche. No se refiere a lo que el pródigo ha hecho, no hace mención de su rebelión, su insensatez, su derroche, ni de su bancarrota. Es más, el padre ni siquiera se da por entendido del atento de su hijo de quedarse afuera, inmerecido. ¡El ignoró todo esto! ¿Por qué?
A los ojos del padre, el joven antiguo estaba muerto. Ahora, a los ojos del padre, este hijo que había retornado era un hombre nuevo. Y su pasado nunca más sería recordado. El padre estaba diciendo, “En cuanto a mí me concierne, tu viejo yo está muerto. Ahora, camina conmigo como un hombre nuevo. No hay necesidad de que vivas bajo culpa. El problema del pecado ha sido resuelto. Ahora, entra confiadamente a mi presencia y disfruta de mi gracia y misericordia”.
Nada impidió el perdón del padre hacia su hijo. Él no tenía que hacer nada – ni siquiera confesar sus pecados – por que el padre ya había hecho provisión para la reconciliación. La verdad es que todo ocurrió por iniciativa del padre; él corrió hacia su hijo y lo abrazó tan pronto lo vio venir por el camino. El perdón nunca es un problema para un padre que ama. De igual manera, nuestros errores nunca son un problema con nuestro Padre celestial. Cuando él ve uno de sus hijos arrepentido, su amor borra multitud de pecados.
El perdón no es el tema en esta parábola. De hecho, Jesús deja en claro que no era suficiente para éste pródigo ser sólo perdonado. El padre no abrazó a su hijo sólo para perdonarlo y dejarlo que siga su camino. No, ese padre anhelaba mucho más que tan solo la restauración de su hijo. El quería la compañía de su hijo, su presencia, su comunión.
Aunque el hijo pródigo fue perdonado y favorecido una vez más, él todavía no se había acomodado en la casa del padre. Sólo después de hacerlo estaría satisfecho el padre, su gozo se realizaría una vez que su hijo fuese traído a su compañía. Ese es el tema en ésta parábola.
Aquí la historia se vuelve muy interesante. El hijo claramente no estaba tranquilo con el perdón del padre. Por eso él titubeó a entrar a la casa del padre. El dijo en esencia, “Si supieras lo que he hecho, todas las cosas malas y sucias. He pecado contra Dios y contra tu amor y tu gracia. Ya no merezco tu amor. Tienes todo derecho a echarme.”
Pero el padre no dice ninguna palabra de reproche. No se refiere a lo que el pródigo ha hecho, no hace mención de su rebelión, su insensatez, su derroche, ni de su bancarrota. Es más, el padre ni siquiera se da por entendido del atento de su hijo de quedarse afuera, inmerecido. ¡El ignoró todo esto! ¿Por qué?
A los ojos del padre, el joven antiguo estaba muerto. Ahora, a los ojos del padre, este hijo que había retornado era un hombre nuevo. Y su pasado nunca más sería recordado. El padre estaba diciendo, “En cuanto a mí me concierne, tu viejo yo está muerto. Ahora, camina conmigo como un hombre nuevo. No hay necesidad de que vivas bajo culpa. El problema del pecado ha sido resuelto. Ahora, entra confiadamente a mi presencia y disfruta de mi gracia y misericordia”.
Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad.
Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová;
Y tú perdonaste la maldad de mi pecado.
Salmos 32:5
David Wilkerson, Hoy Por: David Wilkerson