El relato de la resurrección empieza con unas cuantas mujeres frente a una tumba vacía. María Magdalena, María la madre de Jacobo y Salomé van a comprar especias aromáticas para ungir el cuerpo de su maestro y amigo (Mr 16:1-2). María Magdalena y la otra María muy temprano se acercan al sepulcro (Mt 28:1). También se cuenta de las mujeres que habían venido con él desde Galilea (23:55) y algunas otras mujeres con ellas (24:1), que se encaminan a la tumba con sus especias aromáticas. Vamos sumando la impresión de que en realidad eran unas cuantas las que se juntaron para velarlo ese domingo.
Pero estas mujeres esa mañana se toparon con el vacío existencial de la tumba vacía: “Entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús” (Lc 24:3). Ese descubrimiento las dejó perplejas, turbadas y asustadas. Por lo que se desprende de los relatos, tuvieron poco tiempo para procesar la información o para tratar de interpretarla, pues se suceden los hechos de manera vertiginosa, confusa y hasta contradictoria. En seguida, tuvieron la aparición de dos mensajeros de Dios con vestiduras resplandecientes (Lc 24:4), de un joven vestido de blanco sentado a la derecha del sepulcro (Mr 16:5); de un terremoto y la presencia de un ángel con aspecto de relámpago (Mt 28:2-3). Lo importante es recalcar que ante el vacío existencial y el dolor de estas mujeres, las huestes celestiales y hasta el mismo cosmos parecen estremecerse y conmoverse. A Dios le importa profundamente el dolor de las mujeres.
Marcos describe el temblor y el espanto de las mujeres que huyen del lugar, con mucho miedo y en silencio. Marcos por lo visto no le tuvo miedo al temor de las mujeres que habían visto la tumba vacía pero todavía no se habían encontrado con el Resucitado. Deja que ese hecho hable por sí mismo, de manera que abre un espacio en que todas las mujeres que tienen que lidiar con la muerte y el temor de sus seres queridos pueden descansar y sentirse comprendidas. No todo se resuelve rápido; hay dolores y miedos que son profundos y que tenemos que reconocer.
No obstante, la historia de ese domingo no termina en angustia. Ocurre algo más que las transforma, que les quita el miedo y las convierte en mujeres de vanguardia que habrán de persistir en anunciar las buenas nuevas de la resurrección, aunque sus compañeros, amigos y parientes varones no quieran creer lo que dicen – aunque las acusen, como suele ocurrir cuando se dicen cosas que no se conforman al sentido común. Estas mujeres recuperan el cuerpo del muerto que buscaban, pero lo recuperan de una manera inesperada: puesto de pie y transformado por el Espíritu de vida. Ya no un ángel, sino Jesús mismo les sale al encuentro y las saluda: “Entonces Jesús les dijo: No teman. Vayan, y den las buenas nuevas a mis hermanos…” (Mt 28:9-10). Y ellas lo hacen. Saben que la historia se puede vivir con resignación o con desesperación, pero se puede vivir también con esperanza ante una promesa.
Y así se lanzan a la vida nuevamente, y nos instan, a través de su ejemplo, a que recordemos cada Pascua con seguridad que la muerte no tiene la última palabra; que insistamos que el amor es más fuerte que el odio; que reconozcamos que el Espíritu insiste en renovar la faz de la tierra. Nos muestran cómo es aquello de tener esperanza, de luchar con convicción, y de mirar con confianza el porvenir. Y por ese camino encontramos la vida.
P. V.